GARCIA SERGIO
El observador de las prisiones -una realidad abrupta, que se mira todos los días, pese a los muros que la circundan- sabe que en algunos espacios el paisaje discurre con prisa, a cambio de que en otros persista sin movimiento, impávido, arraigado. Los primeros tienen que ver, por supuesto, con los números del sistema carcelario: números desnudos, que ruedan sobre la estadística y los informes oficiales, exactamente como ruedan las horas en el tiempo de los cautivos, las cifras son impresionantes. Multiplicadas las reformas penales, que cargan el acento en la proliferación de los delitos y la elevación de las penas, y utilizada la prisión -todavía, pese a todo- como la más frecuente reacción contra el crimen, ha sido natural que crezca la población penitenciaria con velocidad excesiva y sin resultados que acrediten los beneficios de esta explosión demográfica: ciertamente, la delincuencia no cede ni los infractores regresan a la sociedad -como lo ha querido la utopía penitenciaria, que sigue militando- convertidos en "buenos ciudadanos".