QUIROGA, HORACIO
La significación de Horacio Quiroga como artista literario sigue siendo extraordinaria para el lector actual. Su técnica, comparada con la de los cuentistas contemporáneos posteriores a él, es magistral. Pocos son los recursos estéticos y psicológicos que no hubiera ensayado antes. En cada una de sus narraciones cortas nos da una lección de concisión y energía, que demuestra haber logrado lo más difícil para un artista: la síntesis expresiva. Porque si la novela es, en efecto, espejo que se pasa a lo largo de un camino, corno quería Stendhal, o introspección, como pensaba después Proust, lo que tiene de común -y opuesto al cuento- es ser un género esencialmente analítico. De ahí, casi siempre, su ritmo mucho más lento, sus altos contemplativos en cada vuelta del camino. El cuento, por el contrario, es una imagen que concreta abstracciones (valga la paradoja), la pincelada rápida e intensa que puede sintetizar todo un mundo en una sola anécdota contada en pocas palabras. El cuento es, en realidad, un símbolo. El trasfondo simbólico de Quiroga, por ejemplo, lo que parece comunicar a través del espeso follaje de múltiples formas imaginativas, coincide plenamente con las más profundas preocupaciones actuales. Tenía Quiroga muy serias y angustiosas dudas acerca de la supuesta victoria del hombre sobre la naturaleza. Tenía dudas, en particular, sobre su propio destino humano, amenazado siempre por oscuras fuerzas interiores e inevitablemente sometido a una indescifrable fatalidad cósmica. Lo que le sucedió, y lo acaecido en el mundo a partir de 1937 -año en que se dio muerte por mano propia-, parecen confirmar esa dolorosa incertidumbre existencial que amargó a Quiroga y que se trasluce en casi todos sus cuentos.